Iconografía y cultura japonesa en los videojuegos; o de la transmutación de King Bowser a Bowser-dai
- Eduardo Riveros P.
- 6 ago 2020
- 11 Min. de lectura
Digámoslo, para principios de los años 90, la industria de videojuegos ya nos había dejado en claro dos cosas: (1) Japón es un país de guerreros, y (2) los criminales más peligrosos prefieren a los artistas marciales para hacer el trabajo sucio. No podríamos aseverar que hubiese una intención consciente por parte de los desarrolladores de perpetuar estos dos estereotipos en los videojuegos, pero estos seguían allí en la pantalla, ayudando a construir un imaginario colectivo que, en la mayoría de los casos, tiende a tomar atajos que nos ayudan a sintetizar un concepto abstracto (lo japonés) en un par de elementos visuales o tangibles. En los 80, para un americano promedio, pensar en Japón muy probablemente sería pensar en el señor Miyagi.

Los elementos culturales japoneses se veían reducidos a clichés ligados principalmente a artistas marciales que llevaban a cabo misiones de rescate al interior de ciudades occidentales; o si no, también se les veía como intrépidos secuaces de los más desalmados villanos. Se crearon personajes ninja o samurái cuya participación podía ser protagónica, sin embargo, tanto su indumentaria tradicional como su código moral (Bushido o Ko no Kokoro) pasaban desapercibidas dentro de un gameplay centrado principalmente en el beat ‘em up o plataformas, en otras palabras, golpes, puños y armas asesinas contra todo aquel que se atreviera a cruzarse en tu camino. Títulos como Shadow of the Ninja (Natsume, 1990) o Double Dragon (Technos Japan, 1987) son ejemplos de esta tendencia, la cual podía asimismo encontrarse en el cine norteamericano de la época, con películas como Karate Kid (Columbia Pictures, 1984) o American Ninja (MGM, 1985), es decir, la cultura de las artes marciales proyectada en la gran pantalla influyó en el contenido narrativo que los desarrolladores colocaron en sus videojuegos, al menos en cierto nivel; recordemos que dichos juegos no solían ser los más marketeados ni considerados como sagas principales para las consolas casera de aquellos años.

Caso excepcional y destacado fue el título Ninja Gaiden (Tecmo, 1988), el cual gozó de una publicidad mayor, lo que se traduciría en un público mucho más amplio, llegando incluso a tener el estatus de ‘culto’ por un amplio sector de la comunidad gamer, pero que se mantiene dentro de los tropos establecidos por la cultura pop respecto de la cultura japonesa. A modo de anécdota, Ninja Gaiden tuvo una aparición especial en el filme The Wizard (Universal Pictures, 1989), película hollywoodense producida por la misma Nintendo para publicitar sus nuevos títulos de aquel año, la cual nos presenta una historia que celebra el amor por los videojuegos, obviando, claro está, su nula calidad como producto del séptimo arte.
Sin embargo, a finales de los años 80 la gran empresa del erizo azul se aventuraría con el primer título de una saga que no sólo basaría toda su estética e historia en el tradicional Japón de varios siglos atrás, sino que también tendría un protagonista que haría gala de sus mejores dotes en el ninjutsu. Estoy hablando de la saga de Shinobi (Sega, 1987), destacando específicamente a The Revenge of Shinobi (Sega, 1989), su tercera entrega. En retrospectiva, este título pareciera ser una apuesta interesante por visibilizar a Japón más allá de un personaje que compartía escenario con culturas de distintas nacionalidades, como lo haría Street Fighter II (Capcom, 1991) dos años después, tomando como base el marco de cultura pop respecto a los artistas marciales, pero dando un paso más allá.
A diferencia de juegos como Ninja Gaiden, que combinó la mística y estética ninja al interior de un entorno occidental, The Revenge of Shinobi nos presenta a Joe Musashi y su lucha constante contra la organización criminal Zeed, mostrándonos un personaje protagónico que nada tenía que envidiarle a los fortachones de la saga Contra (Konami), cuyos títulos glorificaban al héroe fornido y patriota americano estilo ‘Rambo’, tópico recurrente en el cine de aquella época. Ninjas utilizando armas tradicionales dentro de frondosos bosques, movimientos especiales basados en el estilo ninjutsu, y el uso de ideogramas japoneses incluso en las versiones americanas del juego; todo esto nos ofrecía la saga Shinobi. Los primeros tres títulos de la saga fueron un éxito tanto en ventas como en críticas, impulsando las ventas de Sega y sus consolas de sobremesa. Por supuesto, los títulos que continuaron con la saga fueron adaptando aspectos más ‘modernos’ (el uso de maquinaria pesada, robots y hasta ‘cybershinobis’), sin embargo, no se perciben como algo totalmente ajeno a la historia de inmensa industrialización que Japón vivía en aquellos momentos. De alguna manera, los desarrolladores se las arreglaron para crear un juego que realizara un sincretismo casi perfecto entre lo tradicional y las transformaciones socioculturales de la época, dejando como legado una saga que continuó hasta su último título en 2011 para la Nintendo 3DS.
El caso de The Revenge of Shinobi podría decirse que es un tanto aislado, casi único para la época, de un juego que situó a Japón como protagonista de su propia historia, y también de haber elevado a un personaje japonés, con biografía y mitología propias, como un máximo referente de una consola oficial de sobremesa. Recordemos que, si bien el desarrollo de juegos con estética oriental fue algo común en los 80 y principios de los 90, dichos títulos en su gran mayoría fueron exclusivos de sus regiones y no brillaron en todo el mundo como sagas dignas de marketear o juegos principales de sus respectivas compañías. Mención honrosa a China Warrior (Hudson Soft, 1987), un título de plataformas beat ‘em up lanzado para la consola TurboGrafx-16, el cual alcanzó su peak de ventas en Japón, pero que en Estados Unidos poco pudo hacer frente a sus competidores desarrollados por Sega: Altered Beast y Last Battle, ambos de 1989, mismo año en que China Warrior intentó hacerse su espacio en el mercado occidental, sucumbiendo ante sus americanizados contrincantes.
De alguna manera, Ryu de Street Fighter nos ayudó a ubicar a Japón en el mapa, sin embargo, faltaba tiempo para dar un salto y asumir como propia la identidad japonesa de los desarrolladores y compañías, que se verían reflejados en sus propios juegos y personajes.

Portada de "The Revenge of Shinobi", de Sega. La determinación en los ojos de Joe Musashi destella con la mitología e iconografía plasmada en el arte de este clásico de culto.
Hagamos una pausa y pensemos un momento. Hasta este punto, hemos expuesto los elementos tradicionales o autóctonos de Japón que pueden observarse a nivel explícito dentro de una narrativa tanto visual como histórica en los videojuegos, es decir, íconos que podamos reconocer como propios de Japón y su cultura. Al principio, podíamos encontrar títulos que presentasen dichos elementos como parte orgánica de su jugabilidad, cuyo destino para muchos de ellos fue quedarse dentro de Japón durante un buen tiempo, como también hubo compañías que lograban aventurarse con imágenes y personajes muy ‘japoneses’, resaltando sus armas, atuendos y rasgos físicos para que lograran destacarse dentro de los entornos occidentales en los cuales eran situados. Pero, ¿es parte de la iconografía sólo pensar en lo estrictamente tradicional, o lo meramente explícito? Es decir, ¿opera una cultura por debajo en las ediciones internacionales de juegos japoneses?
Pareciera que el énfasis puesto hasta este punto radica en visualizar características que salten a la vista y que las podamos identificar como parte del imaginario que se tiene sobre Japón y su gente. Quizás Japón sí nos entregó iconografía propia. O para ser más precisos, experiencias propias. Pero de alguna manera, la mayoría de nosotros no logró percibirlas como tales. Al jugar un videojuego, la persona se involucra tanto a nivel perceptivo-cognitivo como emocional, conforme a la experiencia audiovisual que se encuentra vivenciando.
Sin embargo, quizás sin darnos cuenta, los videojugadores logramos captar otras maneras de vivir ciertos fenómenos inscritas tanto en la cultura como en la sociedad nipona, y mediante los videojuegos no sólo tuvimos una ventana a todo color para observar cómo los japoneses entendían ciertos conceptos: el juego estaba hecho para replicar experiencias sensibles que ellos mismos, los desarrolladores japoneses, consideraban como parte de su propia manera de vivenciar la vida misma.
Nos ocuparemos de dos fenómenos a modo de ejemplo: primero, la experiencia de la música, canto y baile; y luego, la experiencia del terror.
Japón es una tierra de festivales. Durante todo el año, al interior de la isla se celebran innumerables festividades que congregan a miles de personas en las calles, parques y templos sintoístas para observar y participar de espectáculos de lo más variopintos que involucran bailes, música, teatro, artesanías, juegos pirotécnicos, etc. Si bien algunas de dichas festividades tienen su origen en fiestas tradicionales chinas, como el recientemente acontecido Tanabata o Fiesta de las estrellas (derivado de la tradición china Qi Xi, ‘La Noche de los Sietes’), muchas de ellas se llevan a cabo de manera local en su propia prefectura de origen, como el festival de la nieve de Sapporo, Sapporo Yuki Matsuri, en Hokkaido. No se podría pensar en Japón sustraído de su bagaje cultural profundamente relacionado con el entretenimiento visual, donde la música y su puesta en escena mediante personas ejecutando piruetas y llamativas danzas parecieran ser los protagonistas.
Los espectáculos musicales y de bailes pronto comenzaron a materializarse en los medios de comunicación masiva. A partir de los años 70, Japón dio a luz a una nueva generación de jóvenes cuyas imágenes de lo ‘ideal’ de la juventud se tomaron las pantallas de televisión, alcanzando su punto más alto en los años 80. Estos eran los Idols, jóvenes que demostraban su destreza y talento tanto en el baile como en el canto, en solitario o acompañados de bandas que llamarían la atención por su estética colorida y brillante. Era la época dorada de la juventud idol japonesa.
No sólo en la televisión y en las calles se vivían fenómenos culturales que rindieran tributo a la música y el baile; dichas celebraciones también se vivían en círculos más íntimos dentro de lo que los japoneses vivían como diversión y bohemia. El karaoke es algo mundialmente conocido y practicado por gran parte del mundo, tanto en occidente como en el lejano oriente, muchos de nosotros no podemos concebir una fiesta o junta de amigos sin que exista este juego en un afán de camaradería y celebración. Y si bien la idea de que un individuo cualquiera interprete una pieza musical mediante el canto frente a un público expectante no tiene un origen muy definido (en los cabarets franceses del siglo XIX se conocía el goguette, canción interpretada por algún asistente, acompañado de acordeón o piano, la cual tenía fines de parodia o protesta), fue precisamente Japón el lugar en el cual se comenzó a popularizar el uso de máquinas de karaoke para el entretenimiento a fines de los años 60. En la actualidad, existen lugares como pubs o discotecas dedicadas exclusivamente al uso de karaoke para reuniones sociales, amigos y familia, como también el concepto puede hallarse en programas de televisión, concursos al aire libre, e incluso ha sido objeto de investigaciones para relacionar el karaoke con fines terapéuticos.[1]
Con estos antecedentes, volvamos a lo que nos convoca. Ya en los años noventa, la llegada de la consola PlayStation a la competencia entre las consolas de sobremesa que estaba tomando lugar entre Nintendo y Sega marcó el inicio de diversas innovaciones, no sólo a nivel de interfaces de sonido y motores gráficos: nuevos títulos independientes, como también nuevos géneros en entretenimiento estaban plagando la lista de juegos que ya estaban al alcance de cualquier persona ávida por conocer lo nuevo. Dichos títulos, podríamos pensar, buscaron no solamente emular nuevas formas de experiencia respecto al entretenimiento digital casero, sino también tributar la cultura de la celebración, la música y el baile, profundamente enraizados en el alma nacional de Japón, dentro de sus juegos.
En este contexto, 1996 fue un año fecundo en la industria de los videojuegos. No sólo vio nacer la Nintendo 64, sino que además varios juegos sumamente influyentes vieron la luz ese período: Super Mario 64 (Nintendo), Crash Bandicoot (Naughty Dog), Pokémon Red/Blue (Game Freak), Resident Evil (Capcom), Tomb Raider (Core Design), entre otros. Sin embargo, la compañía japonesa Nana ON-Sha, en conjunto con Sony, lanzaron un título que no sólo vendría a materializar los conceptos de música y baile dentro de un medio interactivo casero, sino que además daría origen a un nuevo género en videojuegos. Este título fue PaRappa the Rapper (1996), considerado el primer juego de ritmo moderno. La novedad recaía principalmente en la jugabilidad, mediante diversos comandos debíamos emular pasos de baile a medida que avanzaba la canción que escuchábamos, midiendo nuestra atención y destreza en presionar los botones con el ritmo adecuado. El éxito fue total en su país de origen, haciendo de PaRappa, su canino protagonista, un personaje conocido y parte emblemática de personalidades célebres en la historia de PlayStation.

PaRappa the Rapper, lanzado para Play Station en 1996, es considerado el primer juego de ritmo moderno.
Si bien el concepto de utilizar comandos para emular pasos de baile podemos rastrearlo años atrás en accesorios como el Power Pad (Bandai, 1986) la cual fue precursora de las mundialmente conocidas Dance Pads, este concepto era utilizado como un aditamento periférico en títulos ochenteros basados en deportes o actividad física, como Athletic World (Human Entertainment, 1986) o Dance Aerobics (Bandai, 1987). Como dato anexo, este accesorio contó con varios títulos exclusivos de Japón basados en el programa humorístico de televisión Fūun! Takeshi Jō, emitida entre los años 1986 y 1989 dentro del país nipón. Por otro lado, el uso de la música dentro de una interfaz de juego también había sido utilizado en títulos como Otocky (ASCII Corporation, 1987) y, curiosamente, usado en un editor musical dentro de Mario Paint (Nintendo/IntelligentSystems, 1992).
El éxito de PaRappa the Rapper significó una influencia elocuente para los desarrolladores de juegos interesados en colocar la algarabía de la música y lo estrambótico del baile dentro de interfaces visuales llamativas y chillonas, combinando habilidad para la experiencia de juego y un estilo que bebía de influencias culturales tanto tradicionales como modernas de Japón. Pronto, la empresa nipona Konami, mediante el uso de la marca Bemani, se sumó a la tendencia y comenzó a desarrollar los que hoy en día son clásicos en el género. Títulos como beatmania (Konami, 1997), pop’n music (Konami, 1998), y GITADORA, mejor conocido como Guitar Freaks & DrumMania (Konami, 1998), y unos años más tarde, Taiko No Tatsujin (Namco, 2001), hicieron rockear, bailar y cantar a la gran mayoría de jóvenes que frecuentaban los salones arcades de Japón. Por otro lado, en las consolas de sobremesa podíamos visualizar también el despegue de este género. Para la Sega Dreamcast, se lanzó SpaceChannel 5 (Sega,1999), juego de ritmo en que Ulala, nuestra protagonista, es una reportera encargada de cubrir una invasión alienígena a su planeta, para involucrarse en una lucha activa contra estos foráneos enemigos. Con ciertos aspectos de ciencia ficción, sin duda, pero que al observar el atuendo y los grupos de baile que acompañan a Ulala, sumado a la actitud brillante y estrambótica de nuestra protagonista, nos presentan un entretenido y muy bien logrado tributo a los jóvenes idols japoneses de los años 70 y 80. En el año 2007, casi diez años después de que Ulala hiciera su magnífica presentación, la empresa Crypton Future Media retomó este concepto de antaño, y tras crear el programa de sintetización de voz VOCALOID, dieron a luz a Hatsune Miku, personaje icónico a nivel mundial como virtual idol, la cual prontamente también alcanzaría la fama como protagonista de su propia saga de juegos de ritmo para consolas de sobremesa y PC.Sin embargo, el título más reconocido en el imaginario cultural latinoamericano fue Dance Dance Revolution (Konami, 1998), videojuego tan popular que todo salón arcade que se hiciera respetar debía tener varias de sus máquinas, para cualquiera que se atreviese a deslumbrar al público con sus pasos de baile al ritmo de “Have you never been mellow” de The Olivia Project, o de la recordada “Butterfly” de Smile.dk. Posteriormente, vería su entrada al sistema casero para PlayStation durante el año 1999, y luego, para PC.

Ulala, de Space Channel 5, junto a su grupo de bailarines. Un tributo a los idols japoneses de décadas anteriores.
Podríamos decir que la experiencia fiestera ‘a la japonesa’ caló profundamente en el ambiente americano y europeo de jugadores casuales y competitivos. La influencia de los juegos rítmicos desarrollados por empresas japonesas como Konami o Nana On-Sha se vieron materializados en productos que, a día de hoy, gran parte de los usuarios continúan disfrutando en sus diversas secuelas y spin offs. Las nuevas tecnologías basadas en las capturas de movimiento permitieron a títulos como Just Dance (Ubisoft, 1999) o Dance Central (Harmonix, 2010) convocar a todo un mercado de usuarios ávidos de diversión y entretenimiento hogareño, como también las sagas de Guitar Hero (Activision) o Rock Band (Harmonix) se encuentran claramente basados en las innovaciones y jugabilidad que en Japón ya habían desarrollado varios años antes en títulos como Guitar Freaks & Drum Mania (Konami). Sin duda que un continente como Europa posee toda una tradición ligada al eurobeat y electropop que también plasmaron en los juegos allí desarrollados, no obstante, heredaron de la experiencia japonesa la creación de una fórmula de entretenimiento casero que mezclara música, canto y baile, y poder hacer de ello un producto reconocido, exitoso, y como no, arraigado en una profunda identidad de lo propio.

Los salones arcade de Japón fueron los primeros escenarios en donde títulos como Dance Dance Revolution ponían a prueba la destreza física y coordinativa del jugador, fenómeno que se extendió muy pronto a gran parte del mundo.
Pero toda fiesta tiene un final. Cuando se acaba el baile y los amigos se despiden, se cierran las puertas y ventanas. Uno queda solo en casa. La música te tiene agotado, y quizás sea hora de cambiar el éxtasis de la fiesta por una buena dosis de horror. Pero esa historia, de cómo los desarrolladores japoneses nos permitieron conocer sus miedos a través de los videojuegos, será para una tercera parte.
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