Sobre 'Tinieblas de un verano', de Kaiko Takeshi
La importancia del erotismo y la comida ha estado presente en la literatura japonesa desde su existencia, lo que no es extraño dadas las particularidades culturales del país. Conocemos algunos tópicos, si se quiere clichés, sobre la relación de sus habitantes con lo que mencionamos: recato, delicadeza, respeto por tradiciones, rituales y ademanes. También, por qué no, una especie de placer vivido intensa pero implícitamente, lo que se traduce en una literatura que abarca, en buena parte, los mismos temas desde la misma trinchera; la quietud y la contemplación. Pocos autores nipones son explícitos o descartan por completo las “normas” del buen gusto tradicional. Explícito entendido a la manera occidental: crudeza directa, a veces sin directrices ni “estéticas” de ningún tipo. Menciono esto a propósito de que (ya lo habrá pensado quien lea este texto) Kaiko Takeshi rompe con cualquier antecedente tanto en su estilo literario como en los temas que elige para desplegarlo, quedándose solo con un factor en común: la lentitud como atmósfera narrativa. Lo demás es nuevo, y lo vemos a continuación.
Es difícil ubicar a Kaiko Takeshi (Osaka, 1930 – Chigasaki, 1989) dentro de la vasta gama de narradores nipones que publicaron su obra durante el siglo XX, al menos para un lector occidental, ya que los temas tocados en su narrativa facilitaron que su obra careciera de un interés “orientalista” accesible. También se debe a razones políticas duras y claras: Kaiko fue corresponsal en la Guerra de Vietnam y sus dos libros más aclamados, Una luminosa oscuridad (Kagayakeru yami, 1968) y Tinieblas de un verano (Natsu no yami, 1972), aluden fuertemente al conflicto bélico, a lo que significó Vietnam para el mundo en aquellos años. El autor ganó inclusive un año antes que Oé Kenzaburo, este último Premio Nobel de Literatura, el prestigioso Premio Akutagawa, en 1957: pero considerando cómo EEUU manejó la imagen de Japón en las décadas post Segunda Guerra Mundial, era difícil que su obra despegase fuera del país. De hecho, Una luminosa oscuridad se tradujo al español por primera vez en el 2008 y Tinieblas de un verano, en la edición aquí comentada, casi diez años después, en 2017.
Tinieblas de un verano esconde mucha complejidad bajo un argumento aparentemente sencillo: dos antiguos amantes japoneses se reencuentran diez años después, en Alemania, luego de pasar ambos por una década tortuosa y llena de altibajos, en su país natal y otros lugares. Han perdido su juventud, y el reencuentro toma forma de encuentros que únicamente rinden tributo al placer, quizá anhelando aquellos años de pasión: sexo, comida y descanso. Pero algo esconde ese deseo constante, actuando como una especie de refugio que termina por mostrarse insuficiente. Tinieblas se cuelan a través de aquella rutina idílica, tinieblas que, oscureciendo la visión de un futuro esperanzador, dejan a la vista lo que fue el pasado de ambos. El origen de aquella oscuridad.
El que una historia de estas características se extienda por casi trescientas páginas puede parecer algo excesivo, sumando a ello que el estilo del autor decanta por la lentitud y lo recargado. Detalle que es y no es un acierto: es verdad que la novela amerita este tipo de estilo, ya que da gran importancia al mundo interior de los personajes y a la descripción muy detallada de este y del entorno, pero también este exacerbado barroquismo cansa de tanto en tanto. En este sentido, el lector requerirá cierta disposición, ya que el libro no deja “entrar” con facilidad. Puede que ello contribuyera a su poca fama, considerando el estilo de algunos de sus contemporáneos. Si el lector occidental toma a Kawabata por demasiado pausado y contemplativo, la lectura de Kaiko, pese al factor de lo explícito, se le hará ilegible.
En un principio, Tinieblas de un verano comienza con los recuerdos del protagonista sobre la época en que, temporalmente, comienza la narración, es decir, poco antes del reencuentro con “la mujer” (nunca nos enteramos de sus nombres). Todo el libro está narrado en ese estilo, una voz en primera persona que rememora acontecimientos, reflexiona sobre ellos y de tanto en tanto, de una manera bastante diestra, se hace invisible para dar paso a la acción y a los diálogos, sobre todo en los momentos más sensoriales. En ese tiempo, “él” se encuentra viviendo en París, pasa los días deambulando y viaja de país en país hospedándose en hostales baratos. Una de sus primeras reflexiones da cuenta de su tranquilidad al ver la ciudad vacía debido al verano, desprovista de vida en una comparación bastante literal: “Como el verano traía consigo sus terribles diarreas, en ningún sitio se percibía otra cosa que frialdad, humedad y penumbra. Nada supuraba, secretaba o fermentaba. Eso me gustaba” (9).
El estilo del autor le da un énfasis casi obsesivo a la sensorialidad corporal, con lo que logra imágenes, aunque recargadas, muy bellas: “Ocupé un asiento y pedí ron caliente. A medida que sus gotas, despidiendo su aroma, iban penetrando en los pliegues de mi intestino, reblandecidos por el cansancio, era como si con cada gota se abriera una flor” (13). Es verdad que esto a ratos alcanza límites absurdos, dando pie a párrafos poéticos al primer sorbo de agua o al primer mordisco de una pizza, pero es lógico en tanto el narrador no puede disociar la dimensión sensorial de sus sentimientos. Por eso, pareciera que cada acto comprende una jugada dentro de su vacío existencial; todo tiende a hundirlo o a sacarlo de él. Su tendencia excesiva a dormir abarca gran parte de la novela, en lo que se nos presenta con un tono jocoso para luego darnos a entender hasta qué punto el sueño, inclusive el solo dormitar, puede suplir por unas horas el calvario de existir, de pensar.
Es a lo que se dedica “él” hasta reencontrarse con “ella”, momento en que el factor erótico se apodera rápidamente de la novela. No tenemos muchos antecedentes del porqué del reencuentro ni de los planes que imaginan juntos, porque ambos se mueven, al menos en relación al otro, a la deriva. Lo único real es la atracción que aún sienten y que no se esfuerzan en negar. Poco después de verse, se da la primera de estas escenas:
“De pronto, sentí correr el peso de su cuerpo. La mujer voló atravesando la oscuridad y se arrojó sobre la cama, rodando sobre ella al mismo tiempo que lanzaba un grito. Su cuerpo matutino tenía la firmeza de la fruta, y todas sus partes –hombros, pechos, vientre, muslos- caían cada una por su lado, tropezaban mutuamente y se enredaban unas con otras rebosantes de vitalidad, cual pequeños animalillos que nada tuvieran que ver entre sí” (25).
Si bien la mayoría de estas apreciaciones tienden a resaltar a la mujer por sobre el hombre (puesto que él no se ve a la misma altura que ella), las descripciones son hermosas, creativas y arriesgadas, también; ya que no es lo mismo probar un estilo de narración en el beso de una pareja que en las sensaciones que evoca la lengua del uno en el ano del otro. Escenas más explícitas, pero más reales también. El libro no disocia el sexo desenfrenado de la risa, de la ternura de los accidentes domésticos que se dan cuando se practica, o de la lúgubre atmósfera que proyecta cuando no logra sacar a los amantes de sí mismos y sus problemas.
El idilio abarca gran parte del libro, pero no logra disipar los fantasmas por siempre. Sin entrar en detalles (que los hay, y muchos), la narración recorrerá los años en que no supieron el uno del otro: cómo él sobrellevó sus años como corresponsal en Vietnam disociándose de la realidad y acercándose a las drogas, y cómo ella escapó de Japón para ser una investigadora académica en Europa, ocupación para la que se le presentan muchas trabas en su país, no sin antes pasar por un montón de trabajos oscuros, que la dañaron de por vida. Eso, sumado a heridas arrastradas desde la infancia. Ni ella tiene otra herramienta que el placer de la comida, el sexo y la compra compulsiva de objetos bellos y tecnología de última generación, ni él otra que el sueño, el alcohol y el sexo, otra vez.
Dado un momento, el libro entra en marasmos difíciles de definir. Párrafos que duran páginas y páginas en las que somos testigos del desmoronamiento espiritual de nuestros personajes, quizá los momentos más difíciles de sortear del libro. La narración adopta un ritmo confuso y fragmentario, que sigue de cerca los distintos padecimientos de los protagonistas, mezclando perspectivas en cuanto a sus voces, sus recuerdos y la temporalidad real, la velocidad de sus mundos interiores y el de ahí afuera. Una imagen reincidente –que no adelantaré– es bellamente reflejada por la ilustración de la portada del libro, de Harriet Lee-Merrion, de interpretación libre pero muy, muy acertada. Muy en la línea de las ediciones de libros japoneses de Sexto Piso, que aunque no son muchos, tienen un aspecto cuidado y sobrio.
Nunca sentimos que nos acercamos a un desenlace porque el tortuoso mundo interior de la pareja da entender que todo tiende a repetirse, a suceder de distintas maneras, con el mero detalle de suceder sobre cuerpos más viejos. No hace falta ser pesimista para pensar así de vez en cuando, parece argumentar Kaiko, haciendo pasar por la novela muchas problemáticas que hoy no nos son ajenas en absoluto.
Tinieblas de un verano es una novela extraña, pero bella a su manera, que no se enmarca en estilo alguno ni teme, en ocasiones, descarrilarse inclusive. Porque el relato mismo se convierte a ratos en un marasmo similar a los ambientes descritos de los fumaderos de opio en Vietnam o a sus pantanos ocultando a los soldados en la guerra. Kaiko, por cierto, terminó sus días participando en programas de televisión sobre comida japonesa.
Ficha técnica:
Autor: Kaiko Takeshi
Título: Tinieblas de un verano
Traducción: Gustavo Cita Céspedes
Año: 2017
Páginas: 267
Precio referencial: $18.000
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